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Ruinas de las Minas Jesuitas de Paramillos |
El oro del Rey
Adaptación: Enrique
Guerrero
No es ningún secreto, que durante el periodo colonial español, entre los s. XVII y XVIII, el oro y la plata extraídos en las minas de Uspallata, eran trasladados a la Casa de la Moneda en Santiago de Chile, para el acuño de doblones.
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Nave "Victoria" de la flota de Magallanes-El Cano |
Tarea tras la cual, volvían al Virreinato del Río de la Plata, a través de la Cordillera de Los Andes.
La elección de tal ruta, ofrecía un recorrido más corto y seguro, que el proporcionado por un viaje en barco, a través del Estrecho de Magallanes.
Una vez en Buenos Aires, partían para España, por la Ruta Marítima del Atlántico.
1793
Nace la historia...
La última semana de 1793, una importante remesa de doblones de oro,
recientemente acuñados en la Casa de la Moneda (Chile), partieron con destino a
la ciudad de Mendoza.
Como eran propiedad de Carlos IV, rey de España, debían atravesar una larga y rigurosa serie de controles, debido a la importancia del envío y al largo viaje que tenían por delante.
El desafío más grande, residía en el cruce de la Cordillera de Los Andes a lomo de mula, ya que después, les esperaba un largo y tedioso viaje a Buenos Aires, en pesados carros tirados por bueyes.
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"Apunte para cuadro de composición" Fidel Roig Matóns
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Las monedas fueron pesadas, contadas y asentadas en un acta, y posteriormente almacenadas en fuertes zurrones[1] de cuero, tarea tras la cual, se los encadenó y lacró con el sello real, para garantizar su inviolabilidad.
Una vez finalizados los controles, los valores fueron entregados al capataz de los arrieros, para que se hiciera cargo de la seguridad y el traslado.
La gente balanceó, distribuyó y aseguró el precioso cargamento sobre el lomo de los animales, colocando al frente de la recua[2], la "yegua madrina", con un ruidoso cencerro colgado al pescuezo, cuyo sonido mantendría unidos a los mulares, durante la travesía.
La arria[3] estaba compuesta por cinco mulas "silleras", veintiocho de carga perfectamente "entabladas", es decir, acostumbradas a andar juntas y la "madrina".
Dos arrieros abrían camino, dos cerraban la columna para evitar que se perdiera o retrasara algún animal y uno, iba y venía recorriendo la larga fila, verificando que la carga estuviera ordenada y no se hubiera aflojado ningún bulto, oficiando las veces de marucho[4], cuando hacían real[5].
Durante el viaje por la banda chilena, los acompañó el buen tiempo, situación que les permitió hacer altos en el camino, controlar la carga y descansar regularmente.
Las penurias comenzarían, al cruzar el portillo del cerro Santa Elena, que marcaba el ingreso al territorio mendocino. Un gran temporal de nieve se abalanzó sobre ellos, apenas ingresaron al Paso de Uspallata, poniendo en serio riesgo sus vidas y el cargamento.
Cuando creían que todo estaba perdido, al bajar una cuesta divisaron sobre un alto, el perfil de la Casucha del Rey, Paramillos de Las Cuevas.
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Casucha del Rey, Paramillo de las Cuevas |
El refugio aún contaba con leña y provisiones, de las dejadas para el correo, el otoño pasado.
Como la tormenta no amainaba y el charqui[6] daba vueltas en el caldo sin ablandarse, unos chifles[7] de aguardiente, fueron la excusa perfecta para pasar el rato junto al calor de las brasas.
La nevada continuó durante toda la noche y parte del día siguiente. El charquicán[8] que había sobrado de la cena, el licor y el amparo que les ofrecía el refugio del frío, los mantuvo entretenidos hasta que se despejó.
Atardecía y con los últimos rayos de sol, se apresuraron a cargar los bultos sobre la arria de mulas, para recuperar parte del tiempo perdido y partieron al anochecer, iluminados por la pálida luna menguante.
Desobedeciendo lo ordenado por el capataz, los rezagados, amparados por la oscuridad, se empinaban cada tanto un trago de aguardiente, tentación que se repitió durante toda la madrugada.
Con las primeras luces del alba, perplejos descubrieron la falta de algunos bultos, que debieron caerse durante la marcha nocturna, lo que originó serias discusiones entre el capataz y los arrieros, para determinar las responsabilidades por lo acontecido.
Como regresar en su búsqueda ya no sería posible, por la inestabilidad del tiempo, continuaron lo que restó del camino, entre avivadas discusiones.
Tras llegar a la ciudad de Mendoza, los primeros días de enero, se dirigieron a la Aduana, donde luego de relatar lo sucedido, fueron sumariados y encarcelados en el Cabildo, hasta tanto tomara cartas en el asunto, el Virreinato del Río de la Plata.
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"Antigua Plaza Matríz de Mendoza" Archivo General de la Provincia de Mendoza |
Cuando la noticia llegó a oídos del virrey, Nicolás de Arredondo, le ordenó a Manuel Belgrano, primer secretario del Real Consulado de Comercio de Buenos Aires (1794), que comisionara con urgencia a un hombre, para que investigue y encuentre el oro perdido en la montaña.
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"Mendoza" dibujo de Johann Moritz Rugendas (XIX) |
Después de un tiempo, la persona comisionada por Belgrano, llegó a Mendoza e interrogó en varias ocasiones a los arrieros y de las declaraciones de estos, determinó que si la carga realmente se había perdido, debió ser en algún punto comprendido entre Punta de Vacas y Las polvaredas.
Realizó varias incursiones por la zona, sin encontrar rastro alguno de las monedas, por lo que pasado un par de meses y ante la infructuosa búsqueda, dio por finalizada la investigación, elaboró un informe y volvió a Buenos Aires.
La leyenda del oro perdido
Pasaron los años y una tarde, mientras una copiosa nevada se abatía sobre la localidad de Uspallata, un abuelo que buscaba entretener a sus nietos, recordó la historia del oro perdido en la montaña.
Los reunió frente al calor del hogar y se las relató, tal como su padre lo había hecho con él. Uno de los pequeños se incorporó y se dirigió a la ventana, donde permaneció callado por un largo rato, embelesado con los copos de nieve que caían sin cesar.
Las llamas cambiaban de coloración iluminando tímidamente la sala y los silencios, eran solamente superados, por el crepitar de los leños que ardían...
Con el tiempo, ese niño creció y se convirtió en un hombre.
Un día sin saber cómo, se encontró recorriendo la vera norte del río Mendoza, en la zona de Peñón Rajado, un paraje que media entre Punta de Vacas y Polvaredas. En sus ojos aún brillaban las chispas del fuego, encendido aquella tarde invernal y en sus oídos, la voz trémula del abuelo, narraba como un arrullo remoto la historia una y otra vez.
Iba y venía, mirando aquí y allá. Hasta que en una de las tantas pasadas, descubrió que entre los pasos dejados el día anterior, sobresalía un objeto oscuro, de forma circular, que se diferenciaba claramente del entorno. Con cierta vacilación, se reclinó y lo tomó en su mano, para observarlo con mayor detenimiento.
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Doblón español |
De pronto, empujado por un extraño impulso, comenzó a refregarlo con insistencia contra una roca áspera, hasta quedar inmóvil, como si estuviera extenuado. La sorpresa lo había paralizado.
El sol se reflejaba en el metal, arrancando haces de luces doradas, que hasta pocos momentos antes, descansaban en la solitaria arena andina.
Con desesperación se dejó caer sobre el suelo y comenzó hurgar la arena con los dedos, hasta que aparecieron muchas monedas más.
Estaba claro que había dado con el tesoro perdido o al menos, con una parte de él.
Esa noche no pudo dormir. La codicia se escurría entre el cansancio y los pensamientos, despertando una fascinante seducción, que convertía a las monedas halladas en insuficientes, por lo que ideó la forma de establecerse provisoriamente en el lugar, para continuar la búsqueda.
Un socavón en la barranca del río, ofició de vivac para la aventura que estaba dispuesto a emprender. Pasaron los días y encontró unas pocas monedas más, hasta que una mañana despertó enfermo. Como no podía cargar el oro, lo enterró junto a una gran roca y emprendió el regreso a Uspallata, para que lo atendiera el médico.
La mala alimentación y las noches frías, habían afectado seriamente su salud.
Estuvo internado una semana, hasta que finalmente murió. A uno de los enfermeros le confidenció el hallazgo, pero nunca le mencionó el lugar, donde había enterrado el tesoro.
Y a partir de entonces, la historia de las monedas de oro fue rodando de boca en boca, hasta que con los años, se convirtió en leyenda.
En ocasiones me pregunto si
las monedas, aún permanecerán enterradas o perdidas.
Por momentos me asaltan muchas conjeturas, tal vez, porque pequeñas chispas de incredulidad, se empeñan en negar que haya sido posible tal pérdida y por consiguiente el hallazgo.
Pero, ¿y si fue así y aquel niño que
observaba la nevada, realmente las encontró y las volvió a enterrar y aún aguardan al elegido, que las saque al sol del siglo XXI...
Con esta sorprendente posibilidad, me despido con un abrazo fraterno y el
deseo de que la vida, nos brinde buenos senderos para andar.
[1] zurrón (RAE): bolsa grande de cuero que usan los pastores, cualquier bolsa de cuero para carga.
[2] recua (RAE): conjunto de animales de carga, que sirve para
trajinar, (coloq.) multitud de cosas que van o siguen unas detrás de otras.
[3] arria: conjunto de mulas de carga
[4] marucho: era el encargado de cuidar los bueyes o mulas, cuando se hacía un alto en la marcha, para comer y dormir o para refugiarse de las tormentas.
[5] real o "rial" (español coloquial): paraje elegido para hacer un alto o estadía pasajera, durante la marcha.
[6] charqui: (quechua:
ch'arki): carne secada al sol con sal.
[7] chifle: recipiente para llevar agua, hecho con asta,
por lo general de buey. por su gran tamaño, lo que permite disponer de una gran
capacidad. Convenientemente vaciado de impurezas, limpio y seco, se tapona sólidamente con madera (a
veces forrada con plata) la base del cuerno, es decir la parte más gruesa y con
un pequeño tapón o espita la extremidad
más fina, luego de perforarla para que sirva de pico.
[8] charquicán: con posibles raíces quechuas "ch'arki: carne salada y secada a sol, y kanka: asado". Guiso con charqui, ají, cebolla y verduras de época.